Era el 31 de Octubre de 2.014. En la entidad se celebraba, como en todo el país,el día de los niños. Chicos y adultos hacían gala de sus disfraces; unos y otros, alborozados, se apresuraban a repartir los dulces, a fotografiar poses, a saludar, a sonreír, a invitar y a compartir. Sólo un detalle resultaba muy extraño: el silencio musical del recinto; ni una sola nota irrumpía en el aire. De pronto, por un costado del espacio abierto, apareció un funcionario evidentemente conocido para los propios del organismo a juzgar por las miradas y tímidos comentarios que suscitó su presencia; sin embargo, también raro, nadie se le acercó como tampoco hizo él ningún gesto para aproximarse. Algo cambió con este asomo; parecía como si la celebración hubiese quedado en vilo. Unos instantes después, por el costado opuesto, hizo su arribo el recién designado director. Con los brazos cruzados a la altura de la cintura caminó entre sus subalternos con ese aire inconfundible de quien lo hace por entre filas, a la usanza castrense, como si pasara revista pero esta vez no a sus tropas sino a los rebeldes del régimen, intentando –quizá- esbozar una sonrisa afable, sin conseguirlo; una sonrisa que sólo logró traslucir hacia su camarada quien lentamente avanzaba a su encuentro colocando la mirada por encima de todos a su paso. Prácticamente me atravesé en el camino del señor de las cejas espesas, el director, logrando expresarle, en apenas dos o tres frases, mi preocupación –y la de la comunidad jurídica societaria- por la tendencia de desdén hacia las garantías procesales que había captado, personalmente, en el desempeño de las funciones jurisdiccionales por una de las delegaturas. Su respuesta, tajante, fue “la idea es desprocesalizar los litigios” indicándome, acto seguido inmediato, que me dirigiera a su fiel escudero para cualquier inquietud sobre el tema. Al rato, en algún punto de la línea recta de su recorrido, se reunieron. Mirándolos juntos el uno me hizo recordar a aquel hombre de tan ingrata memoria para el mundo demócrata: sí, al del bigotico; éste sería, mutatis mutandi, el de las cejas pobladas. Algún tiempo después me resultaría aún más raro el no percibir ninguna melodía, cuando me enteré de que el Superintendente de Sociedades, Francisco Reyes Villamizar, fue, inclusive, en sus mocedades, miembro de una banda de rock. El otro, su fiel escudero, en aquella época el Delegado para procedimientos mercantiles, José Miguel Mendoza Daza, es hoy el Superintendente de Servicios Públicos Domiciliarios; sí, el mismo que acaba de ordenar la liquidación de Electricaribe.
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