En Colombia se limitan a dos: la CONCILIACIÓN y el ARBITRAMENTO y son el fruto de la mora judicial, del desprestigio de los jueces ordinarios y de la dejación de sus tareas naturales por el estado; tanto así, que cada día son mayores los procesos que exigen, como requisito previo para ser llevados a instancia judicial, que se agote la tan cacareada conciliación.
El primero supone que las partes, trabadas en un conflicto de carácter transigible, desistible y negociable -dada su connotación eminentemente económica- acuden a un tercero, imparcial y, supuestamente, preparado para esas tareas, ante quien podrán llevar a cabo su mutuo ejercicio de catarsis y de exploración conjunta de fórmulas distintas a la sentencia judicial para recomponer sus relaciones e intereses. En un escenario ideal el conciliador tendría el bagaje de ciencia y de vida, la trayectoria académica y los conocimientos propios de la clase de litigio que se pretende resolver, se tomaría el tiempo y haría uso de las herramientas de toda índole que fueran necesarios para alcanzar la muy loable finalidad de la institución si no fuera porque la conciliación se ha ido regulando por protocolos inanes con los que se pretende obviar su trascendencia jurídica siendo que, en cualquier caso, está llamada a producir efectos en derecho; por ende, lo que se evidencia en la enorme mayoría de las ocasiones es la violación flagrante del derecho de defensa del ciudadano desprevenido que acude a una cita de conciliación sin el debido asesoramiento jurídico. Y qué decir de las audiencias de conciliación judicial: una parodia de la que los jueces y fiscales –con muy contadas excepciones- buscan salir a la mayor brevedad, eso sí, no sin antes dejar clara su fobia hacia la intervención de sus colegas, los abogados de las partes.
El panorama del arbitramento es materia mas esponjosa que inicia desde la conformación de listas por abogados que en su prestigioso abolengo no exhiben ni siquiera unas horas de formación en la Ley de Arbitraje y que se juran conocedores de esta disciplina por el litigio o, lo que es peor, la mera docencia, en otras materias procesales o porque han ocupado cargos burocráticos per se tan distinguidos –magistrados de las altas cortes, por ejemplo- que sería prácticamente una blasfemia descalificar su amplio y profundo dominio de todas las materias jurídicas. Baste para demostrar lo dicho con dar un vistazo por los requisitos que se exigen por los Centros de Arbitraje de las más reconocidas Cámara de Comercio del país y cotejar éstos con los de algunos de sus árbitros, ojalá, con los de quienes, paradójicamente, son los más solicitados para conocer de negocios de gran cuantía –y, en consecuencia, altos honorarios profesionales-. El árbitro funge de juez sin el hábito y sin la práctica, dando aplicación a un ritual que tiene su caracterización propia, exigente de virtudes y calidades del mas alto calibre, demandante, entonces, de un sentido de pertenencia que infortunadamente no hemos hallado en nuestro recorrido por esos senderos. El arbitramento es, ni mas ni menos, justicia privada, en las manos de personas inconsecuentes, transitoriamente revestidas de la majestad de la justicia pero no en su acercamiento al ciudadano sino en el encumbramiento de los árbitros, cuyos pares magistrados serán los únicos que podrán revisar los respectivos laudos, dentro de un catálogo restringido de causales que en nada reparan en los derechos sustanciales debatidos al galope. Lastimosamente las cláusulas compromisorias son la tendencia en casi todos los contratos –inclusive en los de prestación de servicios!!!!- sin que las partes conozcan a profundidad las graves implicaciones que conlleva la renuncia al juez natural de su contienda.
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